6 de marzo de 2008

Claudia I

Hacia días que no dejaba de llover, las aceras estaban encharcadas y el metro se había inundado, aunque la línea tres seguía en funcionamiento, gracias a esto Claudia podía ir y venir del trabajo a casa sin ningún problema, excepto el de las pocas ganas que tenía de salir a la calle sabiendo que el bajo de los pantalones se le mojaría y el pelo se rizaría a pesar de haber estado media tarde arreglándolo.
Cerró el paraguas al llegar a la puerta, y se quedó allí un rato, viendo como la lluvia caía con furia sobre el asfalto, como las gotas de agua se rompían en mil gotas más al chocar con el suelo; se esparcían en solitario y se reunían en charcos que luego eran turbados por más gotas o transformados en tsunamis a pequeña escala cuando un coche les pasaba por encima.
El olor a humedad, a tierra mojada; el olor a lluvia y melancolía. Las caras cuando llueve en invierno son largas y deprimentes, solo ves gente taciturna, triste… En cambio la lluvia en verano es diferente, nadie teme mojarse, todos saben que el sol saldrá después.
Le dio la espalda a la calle y se adentró en el patio, paró frente al ascensor y apretó el botón de llamada.
En el fondo no quería volver a casa, un lugar mal decorado, desordenado, con la cama por hacer, la cena fría en la nevera todavía cruda; los platos sucios y Javier apunto de llegar.
No haría nada, era algo a lo que ya estaba acostumbrada, no tocaría un plato, se acostaría sin cenar sobre las sabanas revueltas y dejaría que él se hiciera cargo del piso. Llevaba demasiadas horas fuera y quería descansar.
Odiaba aquella casa, llena de fantasmas y recuerdos que aparecían a veces trayendo las lágrimas consigo. Las paredes del piso estaban estucadas y pintadas de blanco, el tiempo las había vuelto amarillas por culpa del tabaco de las visitas. No le gustaba tener visitas en casa. No había nada que enseñar, ni albums de fotos bonitas de la infancia de alguno de los dos, ni ordenadores de ultima generación con los que presumir, ni ninguna colección de quiosco. No, en aquella casa, piso, apartamento, lugar con paredes donde cuelgas cuadros o posters, no había nada que agradara al público o a Claudia, en cambio Javier si lo llamaba “hogar”.
Las puertas del ascensor se abrieron, observó casi durante un minuto entero la ventanilla de cristal translúcido por donde salía la luz pálida del neón. Ella era aquel cristal, nadie lograba ver atreves de ella más de lo que tocaba, es más si no recordaba mal, se solían usar en las piscinas publicas, donde solo apreciabas la silueta de tu vecina de ducha. Ella era así, ella estaba rodeada por un cristal translucido y ni siquiera cuando se miraba al espejo llegaba a verse nítidamente.
Llegó al piso, miró el conocido y pisoteado felpudo, se plantó ante la puerta y subió la mirada hasta llegar a la placa dorada de metal donde ponía el numero de vivienda, “8”. Las vistas eran horribles desde la ventana, el edificio reposaba entre otros dos y un tercero en el frontis separado de este por la calle mal asfaltada y con hoyos.
Introdujo la llave en la cerradura y giró hacia la izquierda, el pestillo no estaba echado, Javier estaba en casa.
El olor a carne recién hecha y a limpio no la animó demasiado, hacía mucho que nada le animaba e inevitablemente culpaba a Javier por ello, cuanto más se esforzaba él, más se estropeaban las cosas. Parecía que con un poco de limpia cristales se arreglaría su pena interior, sin embargo, si la casa estaba limpia no tenía casi motivos para aborrecerla.
La luz del salón no estaba encendida, <>. Soltó el bolso en la entrada, colgó el chaquetón en el perchero y miró la cena con desagrado. En silencio cruzó el pasillo, Javier la vio de refilón, se levantó de la silla y la siguió hasta el cuarto.
-He hecho la cena.- dijo él desde el otro lado de la cama.
Claudia se quitó la camisa, los zapatos, pantalones y sujetador, y se vistió con el pijama viejo y desgastado, que necesitaba un lavado desde hacía bastante.
-No tengo hambre.- Pasó por su lado y se fue hasta el baño para quitarse el maquillaje, Javier la siguió.
-Quiero que cenes.
Ella sacó un algodón y lo untó con crema hidratante.
-Y yo quiero irme a dormir.
-Vas a cenar.- Dijo esta vez subiendo el tono de voz.
-He dicho que no tengo hambre.- Tiró el algodón a la papelera y se volvió hacia la puerta para mirar a Javier que cogía los marcos de la puerta con ira <>- Cálmate anda, hoy no me apetece discutir.
-¿Qué pasa que aquí solo se discute cuando tu decides?
-No, lo que pasa es que estoy harta de ti y de tus idioteces ¿Qué más te da que me vaya a dormir?-Gritó
Javier pegó un puñetazo contra la pared, se le deformó el gesto de la cara y Claudia con miedo dio un paso hacia atrás. Él se dio cuenta de esto, quería controlar su ira, quería pero no podía, su cuerpo ansiaba golpear a Claudia y hacerla volver a la realidad; pero nada, dio otro golpe contra la pared y se marchó. El portazo de la puerta principal hizo retumbar la casa, también provocó las lágrimas de Claudia.
Siempre pasaba lo mismo, la misma historia, ella llegaba mal a casa y quien acababa siendo la victima era Javier, que tenía el defecto de no saber aguantar. Quería que él fuese su limite, que soportara la tormenta y así ella no sería arrastrada por el huracán, pero Javier ya no estaba por la labor, en el fondo ya no se querían.
Se durmió llorando, encogida bajo el edredón, hacía frío sin Javier y su cuerpo tiritaba, los dientes castañeaban… al final calló rendida.

¿Quién me escucha y quien me lee?

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