He pospuesto escribir esta entrada demasiado, siempre encontraba algún motivo absurdo para hacerlo, pero ya toca, porque si no al final carecerá de sentido.
Cuando compré en un impulso los billetes para irme a Verona lo cierto es que lo que buscaba era una salida de emergencia a lo que me estaba quemando por aquí, tampoco medité mucho al respecto y no me di cuenta de que no puedes huir de los problemas si estos están en tu cabeza. En fin, al volver seguían presentes pero si es verdad que mientras estuve allí pensé poco.
Verona, ciudad de Romeo y Julieta, romántica donde las haya, llena de encanto (Siempre que no se ponga a llover, si se pone a llover te cagas en todos sus muertos porque por algún motivo no hay cornisas en las que guarecerse). Pequeña, bonita y llena de amor de las formas más peculiares.
A mitad de estancia allí teníamos (El amigo al que fui a visitar y yo) programada una escapada a Venecia para pasar dos días, ninguno había visto la ciudad y ambos teníamos grandes expectativas puestas en ella.
Venecia es preciosa. Durante los primeros treinta minutos encontrarse con canales, barcas, casas antiguas y tiendas llenas de mascaras resulta fascinante, luego cuando te toca cruzar otro jodido puente o das con un puto callejón sin salida te das cuenta de que nunca, JAMÁS, la elegirías como ciudad para vivir.
Tras mucho caminar llegamos a la conclusión de que en caso de una invasión zombie era de los peores sitios donde te podía pillar. Por un lado por que no sabes si una calle te llevará a un muro o a un canal, porque el agua se llenaría de muertos y no habría forma de entrar en ella, porque las calles son un enredo y sin mapa no hay quien se aclare, porque no hay opción de escalar por ningún lado y porque en toda Venecia solo encontramos 2 supermercados.
Es bonita, claro que sí, adoré perderme por ella, y eso de que huele mal es un mito que ha extendido gente remilgada, no es para tanto. Las calles acaban pareciendote todas iguales, vuelves sin darte cuenta a puntos en los que ya habías estado, las cosas son muy caras y a las calles se olvidan de ponerles el nombre para que no te pierdas.
Pero como ya he dicho me gustó perderme, total, estaba en buena compañía que era lo que importaba. Andé como no andaba en mucho tiempo, me rompí las botas, me dejé un pastón, me comí un donut delicioso y tropecé con el parking de las gondolas.
El viaje fue lo que esperaba, encontré la calma que necesitaba (la vuelta ya fue otro cantar) y en él hice el mayor descubrimiento de los últimos meses.
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